Una furia cuidadosamente ornamentada por las pompas serenas de la religión golpeaban por entonces las playas del continente en forma de viento. Era tal vez una advertencia, un pedido de huida o el augurio certero de lo inevitable. Sucedió por entonces que barcos, perros y armas, y de repente esclavos. Ellos, los extranjeros. Porque los de este lado sostenían una mirada dura de tierra libre. Los esclavos eran los otros, amortajados en riquezas solemnes, en culturas mecánicas de cartón, gritando palabras vacías de humanidad, rindiendo pleitesía a los bolsillos con una moneda más. Hay que imaginarse abruptamente (porque las sorpresas duran poco y luego se diluyen en el análisis riguroso) el encuentro cara a cara del Apunchic y el español insolente que disfrazaba todo el pavor que le producía la visión de un dios tras ese pedazo escupidor de metal. Nada sabía él de otros dioses (imposible es de aceptar la superioridad de un hombre que trae una cajita ordenada de verdades bajo el brazo y se dispone a predicar ante esos otros hombres que eran sus creencias, las llevaban encarnadas en los hombros, manos y ojos), nada sabía él de la madre tierra que en su Europa natal se afanaban en esconder. Claro, entonces, que no pudo entender el terror que le trepó por los brazos ante semejante visión, algo había en el Apunchic que generaba un sobrecogimiento místico, que desarmaba todo aquello que posara la mirada en su presencia. Menos el pedazo de metal escupidor en las manos del esclavo español, ése permanecía inmutable. Y en su despectivo mutismo, en esa inerte elocuencia, disparó. Eliminar al que no borrará de su cuerpo y su sombra aquello que hasta ahora creyó, que no tomará con una sonrisa hispano hablante la cajita ordenada de las manos del invasor. Eliminar a aquel que se niega a ser esclavo español.
25 abr 2010
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