14 abr 2010

En respuesta al tópico 1

Debería decirle que no vuelvo. Ponerme de pie en el medio de cualquier multitud que nos reúna, darle un beso suave y decirle que no vuelvo, así, sin otorgarle un titubeo (donde de costumbre se cuelan los derechos a réplica) y no volver. Restar uno a uno los rastros de mis labios en su cara serena, desdibujar de sus brazos mi contorno y no volver, destrozándole de golpe la rutina de mi presencia. Debería. Pero ahora camino y me obligo a olvidarme de ella, nada de esa vida va conmigo. Hay grises por todos lados: trajes, zapatos, mosquitos, medias finas, la sombra de mi mano apretujada contra una pared de granito, mientras busco minuciosamente un frío que hable de existencias (léase, la de mi mano en la pared de discurso solemne). Héme aquí existiendo, caminando. El día que ya no me pertenece, por transcurrir minutos antes de la huida, dejó en pies un alegato final del consorcio de los cansancios (este nuevo personaje, que no conozco aún del todo, parece encontrar un placer insensato en las metáforas y en las luces cálidas de la peatonal). El caso es que se me ha salido un zapato (y allá ella, la que se me borra sin pausa, diciéndome que me atara...), me detengo en la vereda sólo por algún afán de corroboración siniestro, y noto de repente que se me cayeron por fin todos los recuerdos. Qué liviano ahora el centro, casi diría hueco, sin la memoria inoportuna de algún sábado, sólo viene a mi memoria ese día, sin los recelos socialmente aprendidos (ni pizca de ese credo malparido), sólo hay el centro y de a ratos mi boina. Pero sigue estando ese sábado que no recuerdo, qué cansancio. Si pudiera saber, sólo por un momento, a qué viene tanta insistencia, lograría con el dibujo de ese día ante mis ojos hacerlo a un lado con todas mis fuerzas. Pero no funciona. Algo que se mece entre los autos, una sombra vaporosa y maloliente, se me pega en las manos. Si sólo pudiera sentarme un instante, me ataría los cordones y me limpiaría las manos. Pero en una ciudad llena de ramas y cemento, no hay ni un solo rastro de asiento. Sólo queda caminar. No vuelvo, eso sí. Toso un sábado y me queda la lengua empapada de una despedida que no entiendo. Al otro lado de la calle hay un edificio viejo, seguro que la gente de antes usaba el ocasional asiento. Ahora todo parece detenerse (menos, claro, las bocinas y el semáforo), me encuentro una lapicera verde justo al medio de la calle y la levanto, no vaya a ser que recuerde algo de aquel día y no pueda anotarlo, un papel de caramelo se mete inesperadamente en el zapato suelto (quien ha hablado de una piedra de seguro nunca fue acompañado a lo largo de la calle por un papel de caramelo), y la personita que camina empieza a pestañear en el semáforo, así que corro el último tramo. Recomienzo del tiempo. Si tan sólo pudiera sentarme, quizás los recuerdos de los que me desarmé podrían alcanzarme, y entonces al fin sabría qué pasó aquel sábado, cosa que ya empieza a molestarme, sin mencionar siquiera el zapato suelto con su papel viajero y el cansancio loco que llevo. Apuro el paso hasta el interior del edificio viejo, que luce más hospitalario ahora, en vista de las consecuencias prácticas del encuentro con una silla. No vuelvo. Me dispongo al reencuentro como quien se acerca a un nirvana sin mayores pretensiones, empuño la lapicera verde y se acerca entonces sin ningún disimulo, ni una sombra de respeto por mi empresa (es aquí hasta donde el sindicato de Musas autoconvocadas de impacienta) el riguroso guarda y eleva decidido la mirada. Yo, por concluir el trámite, la sigo:

Estimado Visitante
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